El ajuste actual es consecuencia de las malas políticas implementadas en las últimas dos décadas (con excepciones durante la gestión de Mauricio Macri). Sin embargo, frente a sus costos se responde proponiendo volver a lo que llevó al desastre: más gasto público, emisión de dinero, controles de precios, proteccionismo. Un ajuste supone sacrificios porque las medidas irresponsables benefician algunos sectores, aunque sea transitoriamente, y se generan relaciones económicas que luego deben desarmarse y eso muchas veces implica ceses de contratos, de empleos y hasta de empresas. ¿Vale la pena?
Primero, un ejemplo. Es lindo tener energía eléctrica barata. Pero los costos existen y si la tarifa no alcanza a cubrirlos entonces hay dos alternativas básicas: o decae el servicio por menos inversiones o se subsidia a la empresa proveedora, no importa si estatal o privada. Y un subsidio representa menos dinero público para otros destinos (la luz encendida en una casa vacía significa menos insumos para hospitales); o más impuestos (el televisor prendido mientras se va al almacén se paga con mayores alícuotas); o emisión de dinero (la estufa andando toda la noche calienta una mayor tasa de inflación). Los precios artificialmente bajos incentivan el desperdicio y por eso en los últimos tiempos los subsidios por servicios públicos llegaron a representar un 75 por ciento del déficit fiscal. Y con su voto por el populismo la mayoría de los argentinos mostró durante años preferir electricidad barata aunque el pan, la leche o la ropa fueran cada día más caros, sin relacionar los fenómenos.
Debiera ser obvio que un país no puede desarrollarse con récord de impuestos, inflación y regulaciones sobre la actividad privada, y menos si eso deriva en cada vez peor calidad de los servicios, menor inversión pública y peores niveles de educación.
Ante la búsqueda de austeridad estatal no faltan quienes protestan contra ideas extranjerizantes que, dicen (aunque sea mentira), no funcionan en ninguna parte del mundo y citan como contraejemplo a EEUU y su casi permanente déficit fiscal. Bien, resulta que EEUU es un país extranjero. De modo que quejarse del extranjerismo y ponerlo como referencia es contradictorio. Vale lo mismo si la queja es contra las ideas foráneas de los estadounidenses Milton Friedman y Murray Rothbard o los austríacos Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek y se las contrapone con las del inglés John M. Keynes, el alemán Karl Marx o el estadounidense Joseph Stiglitz. En cuanto al déficit, debe recordarse que EEUU tiene crédito. Es deficitario el que puede, no el que quiere.
Y Argentina no puede. Destruyó su moneda y su crédito. Tanto fue el abuso estatal que aquí los electrodomésticos menores se pueden pagar en cuotas pero los inmuebles casi únicamente de contado (y en dólares) cuando en el mundo civilizado es al revés. Por eso, si se quiere que en Argentina haya tasas de interés bajas, inversiones y dólares para el circuito económico, el Estado no debe absorber los ahorros ni acaparar divisas como garantía de sus pagos ni estresar el mercado crediticio con sus rollover de deuda, así como es imprescindible la estabilidad de precios. Todo eso requiere equilibrio fiscal, o hasta superávit si se busca eliminar la influencia negativa de la deuda pública. Una aclaración sobre la deuda. No es raro cargar contra Macri y el lastre de los bonos a cien años. Pues bien, no existen. Fueron por 2.750 millones de dólares (nada en el total argentino) y canjeados por títulos que vencen en 2035 y 2046 (gestión de Martín Guzmán).
Claro está, no cualquier ajuste sirve. Básicamente, puede hacerse recortando gastos o subiendo impuestos. La experiencia mundial, al menos la relevada por investigadores como Alberto Alesina y Silvia Ardagna, tanto por trabajos propios como revisando ajenos, muestra que en 52 planes de ajuste plurianuales bajar gastos genera recesiones menores (a veces ni las produce) que subir impuestos. Pero no cualquier gasto ni sólo gasto. Los ajustes “expansivos” son más probables si el eje del recorte no es la inversión pública, el empleo estatal no aumenta y se implementan políticas orientadas al crecimiento que combinen liberaciones en los mercados de trabajo y de bienes.
Además, las devaluaciones no son importantes y sí contribuiría la percepción de un cambio de régimen que modifique las expectativas y aumente la confianza de los inversionistas. Todo eso porque los ajustes con incrementos impositivos minan las ganancias empresarias, desalientan la inversión y atentan contra la competitividad de las exportaciones mientras que las bajas de gastos hacen lo contrario.
Es una lucha de todos los días entre las necesidades de las personas más la tentación demagógica por un lado y la visión de largo plazo sobre las condiciones esenciales para el desarrollo, en las que cuentas públicas sanas son básicas, por el otro. Esto no debe olvidarse cuando se piensa en la reciente ley de movilidad jubilatoria. Que es muy mala. Entre otras cosas porque no especifica de dónde sacar el dinero, al menos para este año. Por lo tanto, es incumplible. Puede decirse que para eso está el Impuesto a los Ingresos o que pueden eliminarse exenciones como aquellas a las empresas de Tierra del Fuego, pero qué gasto recortar o qué impuesto aumentar debió explicitarlo el Congreso. A él le corresponde decidir sobre egresos y tributos, no al PEN. Ojalá con el presupuesto 2025 se anime a hacerlo.
Pero si se vuelve al déficit fiscal los jubilados serán nuevamente perjudicados. Porque la ley no los favorece en realidad, digan lo que digan quienes durante años aceleraron la destrucción del sistema jubilatorio, de por sí fallido. Más que ayuda esta ley parece una irresponsabilidad que busca dejar mal parado al Presidente, aprobada aunque perjudique a todos. Hoy, la única salida es un ajuste inteligente basado en el superávit fiscal y las desregulaciones. Eso deberían discutir los legisladores, contribuyendo con un debate parlamentario serio y conductas ejemplares.